martes, 17 de abril de 2018

Mi pasión por Clío


A Dolores Nieto Rivero (1944-2018), in memoriam
Tomada de: Julia Tuñón, Educación y exilio español en México. El Instituto Luis Vives, 1939-2010, INAH, 2014, p. 500


Algún día me gustaría ser un buen historiador. Al menos eso pretendo al ejercer la docencia en posgrado y hacer investigación desde hace doce años de manera ininterrumpida. Por mi edad podrían ser más años; pero es que me licencié y doctoré tardíamente pues ya escribió Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!” Eso. Por esas cosas de la vida. Pero el gusto por la Historia proviene de muchos años antes de prepararme profesionalmente como historiador.
Yo no sé si seré un buen o mal historiador. Eso lo deberán decidir quienes asisten a mis clases o leen mis textos. Pero lo que sí sé es que la Historia me apasiona. Sí, la Historia con mayúsculas, la misma Clío. No solamente la historia académica como profesión o disciplina, sino la Historia misma como construcción social, como memoria colectiva. Una forma de construir la memoria en conjunto que comenzaron a experimentar en las polis helenas ya desde el siglo V a.C., como nos recuerdan sabios como Vernant o Châtelet. Construcción de la memoria inseparable de ese acto de separar el logos del mythos. Memoria construida racionalmente, no mera narración de sucesos inconexos o agrupados por una necesidad tópica; memoria certera enfrentada al rumor. Ese es el primer peldaño, tan necesario, para que el ser humano pueda alcanzar un poco más de humanidad, de dignidad. Y esa pasión por la memoria y el conocimiento razonado del pasado tiene un origen doble: los libros de historia devorados desde la infancia y tres personas a quienes llevo siempre en la memoria y en el corazón: mi madre, mi abuelo materno y Dolores Nieto Rivero.
            Mencionar a las dos primeras personas hasta resulta obvio. Son esas más cercanas, el entorno familiar, las que dejan una huella indeleble en todos sentidos por el simple hecho de estar, de interactuar cotidianamente, de los afectos construidos. Mencionar a la tercera persona, a Dolores, es hablar de la formación escolar. De un círculo social, externo y extraño a la familia, donde no todas las personas involucradas dejan alguna huella sino solamente aquellas que llegan a tocar aquella fibra profunda del alma de un adolescente rebelde. Eso hizo Dolores, tocar fibras profundas. Dolores, a quien todo el mundo llamaba La Lola en el Instituto Luis Vives.
Mi madre me arrimó los primeros libros de historia. Cirujano dentista y profesora en la UNAM por 50 años, siempre ha tenido una gran afición por la lectura. Proveyó la corta pero importante biblioteca casera con libros de historia –y de otras muchas cosas, entre novelas y poesía. Pero, sobre todo, aquí son los libros de historia los que importan. Había curiosidades como varios del cronista y bibliófilo Luis González Obregón como el México viejo y anecdótico (creo de Espasa Calpe argentina), una edición vieja de Las calles de México, y otros de Artemio de Valle Arizpe. Bosquejos históricos de Vito Alessio Robles tenía un lugar especial en esa biblioteca. “Fue mi maestro en iniciación universitaria. De matemáticas y de historia”, decía siempre mi madre. Libros iban y venían. Recuerdo cuando llegó a casa el conjunto monumental de los cinco tomos de México a través de los siglos, metidos en una caja de cartón que me tocó desensamblar. Era una edición facsimilar pues, obviamente, el presupuesto de una madre soltera no daba para adquirir la edición original, por entonces delirio de coleccionistas. Con más precisión, se trataba de aquella edición de Editorial Cumbre de 1971 en la que lo más feo, pero a la vez más atractivo para un niño de ocho años, eran los facsimilares de las litografías a color y las guardas llenas de rúbricas de los personajes históricos. Recuerdo que era un placer andar con alguno de los voluminosos tomos por toda la casa, meterlo hasta en la cocina y hojearlo mientras me encargaban el cuidado de la leche para que no se desparramara al hervir por toda la estufa. Con toda la razón, y después de contar esto en la comida después de defender la tesis doctoral, Andrés Lira, uno de mis sinodales, le dijo a mi madre que ella había sido mi primera “asistente de investigación”.
            Mi abuelo materno era ingeniero electricista. Un ser menudo –calzaba del 2 ½ –, pero con una fuerza de voluntad inquebrantable y un carácter de esos que llamamos fuerte, por no decir de la chingada. Chiquito pero picoso. Su espíritu discutidor se prendía con la más mínima provocación. Venía a comer todos los miércoles a casa y la sobremesa era una verdadera lección de historia aderezada, como debe ser, de política. Mucha. Difícilmente puedo yo sostener sus ideas –hacía una abierta apología del gobierno de Díaz para magnificar la historia de corrupción continua de los gobiernos posrevolucionarios–, pero su método de razonamiento siempre apelaba a la historia, a la memoria colectiva, a una contra-historia en discusión constante con la “historia oficial” y de bronce. Además, como perseguía la buena pluma le gustaba rellenar cuadernos con sus argumentos. Uno de esos cuadernos estaba destinado a contar la historia de su padre, el ingeniero Roberto Gayol Soto. Aún lo tengo. Es un Scribe de forma italiana de hojas rayadas con la mayoría en blanco. Nunca lo terminó pues le ganaba la indignación apenas se ponía a escribir algo. Le indignaba que no le hubieran hecho caso a los estudios de suelo y hundimiento que sobre la ciudad de México hizo el ingeniero; que no le hubieran hecho caso con la nomenclatura de las calles. Repetía las palabras de su padre:  “Flaco favor le hacen a la historia poniéndole nombres de politicastros a las calles.” Y continuamente me mostraba apuntes escritos con su bella letra en tinta azul turquesa de su pluma fuente. “Tú tienes que aprender a escribir bien y contar todo esto”, me decía. Le indignaba la errata del Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México, donde le enjaretan a su padre la autoría de un panfleto felicista que fue publicado en Nueva York en 1918 a favor de Blanquet, perpetrado en realidad por el secretario de éste, Roberto Gayón. Desgraciada casi homofonía, peligroso casi homónimo del ingeniero. Y luego me contaba anécdotas del primo de su padre, José Lorenzo Cossío Soto quien, además de abogado, había sido historiador, muy afamado en las sociedades y academias de geografía, derecho e historia. Por supuesto, el día que le dije que quería estudiar historia, así a secas, casi le da el patatús.
 –¿Y de qué vas a vivir? Está bien que quieras escribir historia, pero tienes que escoger una profesión que te permita luego dedicarte a este pasatiempo–, me decía a pesar de que yo le recordaba que ya era una carrera universitaria, profesional.
            Sí. Podría haber sido ingeniero, médico, abogado, sobre todo. Quizá músico. Pero para cuando estaba por terminar la preparatoria mi pasión, la más intensa, era Clío. Y no podía ser de otra manera, pues quien terminó de inculcarme el amor por la Historia fue Dolores Nieto, mi maestra en la secundaria y en la preparatoria. No había ningún historiador profesional en la familia, aunque debo reconocer que sí había una clara conciencia de su importancia: sin historia no somos nada como seres humanos y nos volvemos proclives a perder la escasa dignidad que nos queda. Pero, en casa, la historia se concebía como una actividad subalterna al desempeño de algún otro oficio y como un arma argumentativa para la política. Una visión muy decimonónica o muy de principios del siglo XX de la historia pragmática, la del abogado o médico que utiliza en la plaza pública la escritura de la historia y la memoria como espada política. Por ejemplo, decía mi abuelo tratando de convencerme de no estudiar historia como profesión, que don Lorenzo, el primo historiador de mi bisabuelo, había sido primero y ante todo abogado. Y si bien había ocupado el primer sillón de la Academia de Historia después de Francisco Sosa, eso no importaba porque era una cuestión aleatoria. Pero yo insistía. Llevo su sangre, sus genes, y soy igual o más testarudo que él. Así que entré a la licenciatura en historia nada más terminar la preparatoria, con la su completa desaprobación.
En una de las primeras sesiones de primer semestre nos preguntaron sobre las razones de nuestro interés por la historia. Muchos de mis nuevos condiscípulos se echaron unos rollos mareadores híper revolucionarios (eran los primeros años de la década de los ochenta y todavía campeaba el marxismo de manual en las prepas y las universidades). Así, alguno dijo que había entrado a estudiar historia para colaborar con la lucha de clases (sic), otros más que para escribir la historia de los sin historia. Y así. Cuando llegó mi turno, y harto de la retahíla de discursos pseudo althusserianos que estaba escuchando, solamente dije que me había enamorado de Clío en las clases de la Lola. Y de ella. Era cierto. Ese amor intelectual que le profesa el discípulo a la maestra y que conforma el motor de su búsqueda existencial.
            ¿Cómo no hacerlo? Los cursos de Dolores Nieto Rivero eran espectaculares, y cada clase y lecturas se enfocaban no a memorizar datos y fechas. Aunque la tan temida pregunta que todos los alumnos querían esquivar a cada inicio de clase pareciese apuntar para allá: “Álvarez, ¡la clase!; Taibo: ¡la clase!” Pero no. Ella apuntaba a hacer una revisión metódica de los acontecimientos, de los procesos, base ineludible para poder alcanzar una comprensión de lo humano mediante el razonamiento en perspectiva histórica. Un ejercicio que te preparaba para poder repasar los tramos de la historia de atrás para adelante y de adelante para atrás, lo cual es algo muy necesario en la formación que deberíamos compartir todos los ciudadanos para evitar el peso de desmemoria de los gobernantes. Tener noción plena de los acontecimientos, las épocas, los tiempos; aprender las características culturales y sociales fundamentales de los periodos. Y, a partir de ahí, solo a partir de ahí, comprender el pasado y el presente. Interpretar. Sacar conclusiones para poder mirar hacia el futuro. Eso eran las clases de Dolores: instrumentos para cimentar la construcción de la memoria. Pero, además, rigurosas. Había que estudiar sobre los textos y sobre los propios apuntes y, para ello, había que tomar buenos apuntes. Y es que la reconstrucción de la memoria no puede hacerse sin disciplina, sin método. No sé qué tanto quienes fueron mis entonces condiscípulos sean ahora conscientes del privilegio que tuvimos al tenerla como maestra.
            Hoy recuerdo sus clases con añoranza. Dolores no solamente es una persona muy elegante cuya sola presencia impone respeto y admiración. También su trato es fino, educado, culto. Te imponía, amablemente, no cometer dislates a la hora de hablar o de escribir. Pero, ¡cuidado si te pillaba en una falta grave! Podía llegar a leer tu examen en voz alta frente al resto del grupo. Pero con respeto, sin sorna, enseñándonos a aguantar la crítica, fundamento para el debate.
Dolores modulaba su voz perfectamente. Llenaba tus oídos con cada una de sus ideas, pensadas, justas, adecuadas. Escucharla era como ir con ella de la mano a cada peldaño y a cada recoveco del pasado. Eran excelentes sus descripciones de los elementos arquitectónicos de Mesoamérica en el curso de Historia de México correspondiente al tercer año de secundaria. En ocasiones, teníamos el privilegio de seguir estas descripciones acompañadas de una serie de diapositivas tomadas por ella en sus diversos viajes por México. La narración y relación eran insuperables. Ese primer acercamiento a los restos del mundo prehispánico lo atesoré de manera especial. Muchas veces, al salir de las clases e irme a casa con la cabeza llena de sus palabras e imágenes, llegaba directamente a consultar los libros y revistas de arqueología de la pequeña biblioteca casera para ir comparando los apuntes tomados. Aún más, no sé si al final de ese curso, o en medio de él, en unas vacaciones mi madre me llevó a recorrer las zonas arqueológicas mayas. Harto de escuchar a un guía en Palenque hablar del “típico techo maya de arco típicamente maya”, empecé a corregirle echando memoria todo lo dicho en el curso de Dolores sobre Palenque y, al rato, el escuincle de catorce años tenía detrás a un nutrido grupo de turistas que habían abandonado al guía.
Despedida de la generación 1982, Sexto de Bachillerato, Instituto Luis Vives. A la derecha, detrás de doña Ángela Campos de Botella, Dolores Nieto Rivero. Cortesía de Gabriela Hernández.
            El curso de primero de prepa, dedicado a la Historia Universal Contemporánea, se centraba fundamentalmente en la revolución francesa y la construcción de los estados nación europeos. Coyuntura fundacional de la modernidad, o de la conteporaneidad –como supe después que escribía la propia Dolores–, la revolución francesa tomaba cuerpo frente a nosotros en sus clases en toda su complejidad, yendo de lo general a lo particular y de lo particular a lo general. Luis XVI, su política externa y la crisis; Necker, los Estados Generales, la ampliación del tercer estado y el juramento del juego de pelota. La dimisión del ministro y toma de La Bastilla. No era solamente un recuento de datos, sino que Dolores los engarzaba con análisis, que eran necesariamente breves para poder entrar en nuestras mentes adolescentes, pero no por ello carecían de complejidad. Nos enseñaba a pensar. Y había también pasión, pero sin llegar a la exaltación. Una pasión que se proyectaba a la hora de concatenar los acontecimientos trascendentales: la Constitución y la traslación de la soberanía, la caída de Luis XVI, el ascenso y caída de Napoleón. Muchos años después, leyendo en la universidad historiografía sobre el periodo (desde Soboul y Lefebvre hasta Vovelle o Hunt), supe para mis adentros que comprendía más fácilmente los análisis especializados gracias a las clases de Dolores.
            El curso de segundo de prepa era muy duro. Un apretado resumen del periodo colonial concentrado en las reformas borbónicas, para luego dar paso al proceso del México independiente hasta la época posrevolucionaria. Creo que el programa oficial implicaba llegar hasta algo más allá del cardenismo, pero lo más nutrido del curso se detenía antes del Maximato. Incluso, creo recordar, que se hizo un alto en la época constitucionalista y brincamos casi directamente a Cárdenas y el exilio español, pero a manera de post data. Esto era maravilloso porque el complejo siglo XIX se abría en toda su contradicción a quien siguiera con atención las clases. Había que estudiar mucho, y creo que lo que mejor aprendí fue a no quedar satisfecho con la cronología oficial sobre nuestra historia construida por el liberalismo triunfante.
            Mi último año en la prepa fue un tanto deprimente. Yo ya había, gracias a Dolores, decidido estudiar historia. Ya me había comenzado a pelear con mi abuelo. Incluso, empecé a ir como oyente a clases de historia en la UNAM y en la ENAH. Por desgracia, yo era el único estudiante que quería ingresar al área IV, de humanidades, en ese pequeño colegio de exiliados españoles cuya matrícula iba a la baja por entonces. Soñaba llevar las materias de Historia de la Cultura y de Historia del Arte, que daba Dolores para dicha área. Incluso, unos meses antes de terminar el segundo grado de preparatoria, me hice de los dos tomos de Ralph Turner, Las grandes culturas de la humanidad, como para ir calentando motores. Consultaba las hermosas enciclopedias de historia del arte y los catálogos de museos que mi madre había ido acumulando. Sin embargo, tuve que optar, de manera obligatoria, por el área III. Así que solamente cursé la materia de Historia de las Culturas. Me quedé con las ganas de ese curso de Historia del Arte a cuyos asistentes todos envidiábamos, pues Dolores lo impartía fuera del aula, generalmente en las escalinatas del colegio si hacía buen tiempo. Gesto muy atractivo. Ni modo, no se me hizo. No obstante, la visión integral de la historia en el curso de Historia de la Cultura fue estupenda, aunque mi ánimo en ese año estuvo por los suelos y creo no haber sacado buenas notas en historia, como en ningún otros de los cursos.
            La vida me llevó por derroteros extraños. No bien terminando el segundo semestre de la licenciatura en historia, tuve que abandonar los estudios. Me costó algo más de una década retornar, pero entonces me aferré al proyecto de terminar la licenciatura e ingresar inmediatamente a un posgrado. A todo lo largo del proceso, la memoria de las clases de Dolores estuvo presente. He escrito dos tesis, muchos trabajos de fin de cursos, algunos cuantos artículos y reseñas que se han publicado, partes de libros y libros. En la mayoría de todos estos ejercicios siempre está presente Dolores porque, cuando escribo, mi memoria hace un bucle y me regresa a ese momento en el que Dolores preguntaba la clase. Dicho de otra manera, ¿sé bien de lo que estoy hablando/escribiendo? Porque, ante todo, el rigor y la disciplina están estrechamente relacionados con la ética. Al escribir historia no es posible hacer concesiones y dejar cosas importantes a la imaginación –la “loca de la casa”, como le decía Luis González. La pregunta continua es si estás seguro de lo que estás diciendo, si lo sabes y si lo puedes verificar documentalmente o en estudios de otros colegas. Y, cuando irremediablemente tienes que hacer conjeturas y echar mano de la imaginación, porque los datos no alcanzan, porque hay un hiato en la serie documental o porque tu personaje desapareció de escena de repente, solo la buena comprensión del resto de lo que sí tienes documentado te permitirá poner un límite al ejercicio y no cometer dislates. Esa es la ética del historiador. Y eso es algo que comienza a aprenderse cuando uno es joven, cuando cuentas con insuperables maestros como Dolores. Y Dolores Nieto para mí ha sido un ejemplo a seguir, un ejemplo a alcanzar.
            Muchos años después, mientras estaba escribiendo el proyecto para solicitar mi ingreso al doctorado en El Colegio de Michoacán, me impuse la tarea de consultar tesis de la UNAM, del COLMEX y otros centros universitarios, que trataran el siglo XVIII y cuestiones de gobierno e instituciones en la Nueva España. Mi tesis de licenciatura me había dejado muchas preguntas acerca de la cultura política, el gobierno y la administración de justicia durante el reformismo borbónico y cómo se había proyectado hacia el arranque de la vida nacional a lo largo de la primera mitad del XIX. Me interesaron mucho entonces los virreyes y sus gestiones, la formación de los abogados y los presbíteros, la discusión historiográfica sobre el absolutismo borbónico, sus reformas, sus alcances y sus límites. Reconsiderar la periodización y poner atención en el énfasis que ya se estaba haciendo –sobre todo en la historiografía no mexicana sobre el tema– en el largo arco de 1750-1850. Y di con un par de tesis sobre Miguel José de Azanza, y estoy seguro que en el rostro se me dibujó una sonrisa frente a las fichas catalográficas. Pedí las tesis y las revisé. Una de ellas, en su prólogo, dice:

En ocasiones, como afirmé anteriormente, este acercamiento histórico así como los estudios sobre el tema del despotismo ilustrado, podrían considerarse anacrónicos y manidos, ya que el gobierno del déspota ilustrado y sus políticas, en la actualidad, se han sometido a juicios valorativos y morales condenando la época y sus métodos sin entender los factores ni aclarar aquellos procesos que resultan oscuros y que subyacen como raíces de la pasada administración borbónica, con sus aciertos y errores, y que permanecieron por décadas en la vida política del México independiente.
           
En efecto, la cita proviene de Dolores Nieto Rivero, “Miguel José de Azanza. Un acercamiento a la administración pública novohispana (entre el despotismo ilustrado y el afrancesamiento, 1750-1820), tesis de maestría, División de Estudios de Posgrado, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, s/f, pp. 6-7
            La clara y evidente empatía con estas palabras no puede entenderse precisamente sin la siembra de la semilla sobre la correcta comprensión de para qué sirve la historia. Distinguir la perorata demagógica que emite juicios de valor sobre el pasado y separarla de lo que significa un largo trabajo disciplinado de documentación y una metódica comprensión de los largos procesos históricos, solo es posible cuando te han inculcado el sentido social e intelectual que tiene el conocimiento y la práctica historiográfica desde la juventud. Para mí, esa fue la principal enseñanza de Dolores Nieto Rivero.

 Breve semblanza

Dolores Nieto Rivero nació en Celanova (Orense, Galicia) en 1944 y falleció en la Ciudad de México el 16 de abril de 2018. Cuando nació, su padre estaba preso al igual que muchos republicanos al final de la guerra civil española. Sin embargo, pudo escapar a México con su esposa, la madre de Dolores. La niña se quedó con los abuelos hasta 1950 cuando pudieron enviarla a México para reunirse con ellos. Entró a estudiar a un pequeño colegio de refugiados que había en el barrio donde vivían, Santa María la Ribera, y en 1952 ingresó a segundo de primaria en el Instituto Luis Vives. Ahí terminó el bachillerato y entró a estudiar la Licenciatura de Historia en la UNAM.[1]
            Siendo alumna del Vives, era ya tan buena en historia universal que la profesora Josefina Oliva (La Oliva), quien daba clase de Geografía e Historia Universal, le pidió que se encargase de dar la clase alguna vez por si ella tenía problemas para asistir por la enfermedad de su marido. La otra profesora de historia, Ana Martínez Iborra –a quien los canijos muchachos le decían La Vaca, pues su marido fue Antonio Deltoro Fabuel–, quien se daba las Historias de México, se la encontró tiempo despues cuando Dolores estaba cursando el segundo año de la carrera. Por razones de viaje, Martínez Iborra le pidió que se hiciera cargo de sus clases en el Vives. Así, desde 1963 Dolores comenzó su larga carrera como profesora de bachillerato en el Instituto. De 1983 a 1984 fue la Directora General del ILV. También desplegó su labor docente en la Escuela Moderna Americana.
            Su compromiso por la docencia la llevó a escribir un libro de texto, Historia Universal Contemporánea: de la consolidación del capitalismo y la democracia, publicado por editorial Patria y que llegó a agotar las cuatro primeras ediciones. La quinta edición aún se puede conseguir.

[1]: Julia Tuñón, Educación y exilio español en México. El Instituto Luis Vives, 1939-2010, INAH, 2014.